- BIENVENIDOS -†††

No temo a las palabras de los enemigos, si no, al silencio de quienes dicen ser amigos. No temo a las mentiras de los traidores, si no, a la traición de los débiles. No temo al ataque de los mismos de siempre, si no, al ataque caprichoso de los cobardes y confundidos. No temo al horror, no temo al terror porque lo conocemos bien desde que nacemos, le temo a la esperanza y a la confianza, las mismas que se vuelven contra nosotros y nos hostigan hasta que morimos. Uno se acostumbra a seguir construyendo castillos de cristal en el aire, sin prever la tempestad.

sábado, 9 de abril de 2011

Coalición:


Cierta noche un ruido extraño me levantó de la cama, abrí los ojos en mitad de las tinieblas como quien quiere ver en medio de la oscuridad, para solo ver nada.
Ciertas imágenes vistas durante el día se distorsionaban como figuras fantasmagóricas en mi alrededor y hasta creí notar algunos movimientos entre la negrura.
Lentamente, con algo de miedo es verdad, alcancé a encender una luz tenue de una lámpara a medio quemar, inspeccioné mi cuarto y al encontrarme solo volví a apagarla. El sueño me pesaba los párpados y el arto silencio aturdía mis oídos, pero una pequeñita voz no paraba de murmurar, era una voz diminuta y muy calma que hablaba y hablaba sin detenerse. Me preguntaba sobre los ruidos, me hablaba sobre mis sentires, me recordaba cosas del pasado y hasta me susurraba palabras oídas anteriormente.
Aquella endemoniada voz del infierno no me dejaba dormir, nunca se callaba y siempre estaba presente. A veces hacía monólogos y otras se multiplicaba provocando una discusión entre sí misma.
Las ventanas de mi cuarto estaban completamente cubiertas y ni un milímetro del lugar hallaba luz externa, todo era oscuridad, silencio y una voz calmadamente irritable que no enmudecía.
El eco de mi agitado respirar se hacía cada vez más denso y los movimientos en mi cama ya me molestaban a mí mismo. Quería acallarla pero se me hacía imposible. Con sus preguntas me cuestionaba, me interrogaba, me advertía y se volvía a contradecir.
Creía oírla al lado de mi cama, a veces detrás de mí y otras en la cabecera, pero siempre con el mismo tono calmo y a veces hasta asustado.
¡Qué condena más horrible!, el poco dormitar me venía afectando desde hacía semanas y todo se debía a aquella irrisoria vocecita nocturna que aparecía cuando ya todos se iban a dormir.
Por la mañana hablé con una de aquellas hermosas señoritas vestidas de blanco que andan siempre apresuradas, vaya a saber uno por qué razón, solo me dijo que me tranquilice que ya todo iba a pasar. Me quedé tranquilo sí, pero esa noche las palabras volvieron a resurgir desde los abismos de la oscuridad más monótona que cualquier humano pueda imaginar. Me castigaba con sus vocablos, me trataba de raro, de insolente, de ignorante y hasta de infeliz… era realmente insoportable oírla, siempre preguntándome sobre aquellos temas que nadie podría responder, siempre reprimiéndome y lo peor, desvelándome con sus temas triviales que a nadie le importa.
A veces me decía que era un ángel perdido que solo buscaba el buen camino, otras me juraba que no era más que un demonio enviado para mi confusión, tantas veces me dijo ser la resurrección de un poeta muerto no reconocido y otras tanta me aseguró no ser más que el viento gélido que se escurría por la habitación.
Esa misma mañana le reproché a la señorita sobre su mentira, le imploré que me asegurara que a la noche ya no sería igual a lo que respondió con una sonrisa y me alcanzó un medicamento de color verde y otro azul. Eso me mantuvo tranquilo durante unas horas…
Pero cuando la noche acercaba, cuando las luces apagaban y los demás se iban a descansar, las paredes de mi cuarto se hacían cada vez más pequeñas y las horas más largas. Cuando el silencio empezaba a aturdirme nuevamente fue que aquella vocecita se apareció forasteramente en la noche, como aquellos lobos aullantes comenzó a gritarme, comenzó a reprocharme miles de cosas, a golpearme en medio de la oscuridad contra la pared y a arrancarme la piel con rasguños y mordiscos. Y mientras los demás internos advertían a los enfermeros sobre los gritos de odio, de dolor y los golpes, la voz enfurecida empezó a blasfemar mi nombre, a preguntarme si por qué no lo dejaba en paz, si por qué volvía cada noche a hacerle preguntas, a hablarle sandeces, si por qué cada vez que todos se callaban volvía a asustarlo, a hablarle sin parar y a torturarlo quitándole el sueño.