El detallista leía incómodo en el transporte debido a la mirada fija de aquella anciana que parecía mirarlo con desprecio sentada delante suyo. Hojeaba algo apresurado las hojas del libro nuevo mientras de reojo observaba el movimiento dentro del vehículo, atento por si otro asiento se desocupaba y así librarse de aquella mirada acusadora. Es en eso que los cuentos plasmados en el papel de arroz lo fueron reclamando, lo fueron asediando y poco a poco arrebatando de aquella realidad. Se encontraba ya él en la antigua Roma o en Génova, se encontraba hablando con un soldado agotado o con una reina de un país inexistente, se encontraba ya planeando un asesinato o dirigiendo una misa en Medio Oriente, aunque siempre había entre los personajes alguno que lo perseguía con aquellos ojos tajantes, algo resecos y llenos de misterio cual pupilas cobrizas de viejo felino de ciudad.
Entre lecturas, pausas y paradas la gente fue abandonando la unidad. Lánguidamente fue cesando el parloteo constante que se producen en los ajetreos y disolviendo la densidad del ambiente resultante de tantas respiraciones y exhalaciones sincronizadas.
Por más que ya se hubiesen desocupado la gran mayoría de los asientos, el detallista aun no se apartaba de su lugar, así mismo como la anciana no apartaba sus sinuosos ojos de él, siempre con el ceño fruncido y los labios algo descolocados, mal pintados con labial rojo intenso y resecos por el caminar de los años.
Sinceramente ya la incomodidad pasó a ser un fastidio para el viajero, pero al momento mismo de querer cambiar de asiento una palabra, una frase, una imagen visual o ¡una exclamación! lo envolvía de manera tal que nuevamente caía rendido en la abstracción literaria. Sonaban y resonaban las explosiones en guerras revolucionarias, las plegarias de los creyentes se confundían con los gritos de los ateos que frente a la orilla del mar arrojaban sus deseos de felicidad y su fe mientras eran acosados por integrantes de la inquisición. Se sentía el cálido aroma a pasta por las calles empedradas de Italia y en sus estrechos laberintos se encontraba con algunos perros callejeros que le lloraban al pasar.
Ya cuando las dos palabritas que suelen aparecer al final del libro se acercaban, el loco detallista cerró el libro decidido plenamente a viajar en paz fuera de la mirada inquisidora de aquella mujer semejante a una reina sin territorio, a un soldado fatigado por la guerra contra el tiempo o a un cura agnóstico en medio de tanta ignominia. Así se levantó presuroso y solo bastó una mirada a través del cristal que lo separaba de la travesía para darse cuenta que el tiempo no tiene tiempo para detenerse y que mientras uno viaja entre cuentos de papel de arroz la vida transcurre fuera sin un final escrito; así era, había que bajar pues el viaje había terminado para él, mas no para aquella anciana que se había quedado dormida en su asiento con su bolso tendiendo entre sus manos huesudas y la boca entreabierta de labios mal pintados, desgastados por la sed de tanto andar...
Kenny
No hay comentarios:
Publicar un comentario