- BIENVENIDOS -†††

No temo a las palabras de los enemigos, si no, al silencio de quienes dicen ser amigos. No temo a las mentiras de los traidores, si no, a la traición de los débiles. No temo al ataque de los mismos de siempre, si no, al ataque caprichoso de los cobardes y confundidos. No temo al horror, no temo al terror porque lo conocemos bien desde que nacemos, le temo a la esperanza y a la confianza, las mismas que se vuelven contra nosotros y nos hostigan hasta que morimos. Uno se acostumbra a seguir construyendo castillos de cristal en el aire, sin prever la tempestad.

jueves, 7 de agosto de 2014

Pupilas perdidas.



Hoy ví al diablo. Hoy lo ví a los ojos por primera vez. No usa tridente ni tiene cola en punta de flecha, no es rojo ni está rodeado de fuego, sus manos no son garras ni sus colmillos están afilados cual guillotina.

Todo lo contrario.

El diablo lleva el signo de la decadencia humana en su frente. Sus dedos están chamuscados por la pipa del paco, su piel es escamosa por la tierra y el barro podrido de la calle que lo sodomisó.

Hoy ví al diablo a la cara, y no tuve miedo, si no odio, y un profundo rencor.

El odio mismo que produce ver a un niño de catorce años poseído por la droga, por esa mezcla miserable que tan de moda está entre la resaca de esta sociedad enferma: "Pastillas con alcohol barato."
El rencor mismo de saber que este niño es hijo de todos nosotros, porque es hijo de la miseria y la pobreza, del hambre y la violencia, pero sobre todo, del "no te metas" y el "mirá para otro lado".

Sus ojos me mostraron el infierno tal cual es, y Dante no se había equivocado mucho al describirlo, sólo que el infierno no está minado de altos jefes y mandatarios castigados por su traición y su avaricia, no, ellos están en el paraíso de la tiranía y la corrupción y son quienes nos gobiernan.

El infierno son cuatro paredes escuálidas con unas chapas oxidadas como techo.

El infierno es el miedo de salir a la calle pensando que va a ser nuestro último día.

En el infierno se escuchan disparon a toda hora,
se ven corridas e insultos a toda hora,
el tiempo está detenido entre explosiones, barro ensangrentado y fierros,
muchos fierros que se cargan, se gatillan y se disparan a toda hora.

Hoy ví al diablo poseer el cuerpo desnutrido de un niño que solo busca la muerte, que usa las palabras como puñales y defeca su dolor sobre nuestras cabezas.

En sus oídos susurran los golpes y las agreciones, en su boca se derrama la rabia del dolor descarnado, de la inocencia perdida, arrebatada y nunca conocida.

Pero sus ojos...

sus pupilas descoloridas y ausentes, muestran aun a ese niño atrapado, torturado, que sólo pide que lo arranquen de ese cuerpo poseído, que lo desgarren de ese sitio donde el diablo siempre lo acosa y lo confunde aun más y más.

Hoy ví a ese niño que nadie conoce, que nadie jamás amó, que nadie extraña pero que todos tienen en su mente.

Ese niño que nos ocultan los medios para mostrarnos al demonio, ese niño que fue parido por nadie y criado por nada.

Hoy ví a ese niño que nos vomita todos los días el ayer y que busca refugio en la muerte, antes que tener esperanzas por un mejor mañana.

Silguero Ignacio.

Disparos



Hay que generar disparatadamente
disparadores que disparen disparos.

Disparos dispares,
que despidan déspotas palabras después.

Una imagen

Un sonido

Un olor

Un recuerdo

Un miedo

Un calibre.

Disparos,disparos,disparos.

Como muertes, como vidas,
como desiertos inmensos.

Dunas de casquillos dorados
bajo nubes rubí...

Donde suenan los dispares disparos
disparados por déspotas
despedidos después

por disparatadas palabras.

Que estallan.

Y hacen estallar.


Silguero Ignacio.

Unas palabras más



Uno cae porque odia cosas y ama otras.

Y en ese vértigo,
ese acelerar de palpitaciones,
ese rechinar de dientes
y ese crujir de alas
nos encontramos derrotados
en la victoria del desencuentro

De pie,
siempre de pie,
nos arrastramos de cara al sol
por el camino reflejado
en nuestros ojos empañados.

A nuestras espaldas el claroscuro del pasado,
delante nuestro la desgastada incertidumbre del porvenir.

Odiamos profundamente
porque somos capaces de amar en profundidad,
de sentirnos avasallados por el amor y la pasión de la lucha,
el sacrificio.

Nos entregamos de lleno a la rebelión
y nos alzamos por arriba del inquisidor que
balbusea injurias a nuestra convicción.

Amamos ilustres
por poder detestar la injusticia y el mal pago,
por escupir a la cara antes de tragarnos el mal trago
y arrastrar con nosotros lánguidas sombras de fe y esperanza
que nos asaltan por las noches
cuando la luna acaricia los tejados.

Caemos porque andamos
y seguimos andando porque nos levantamos.


Silguero Ignacio.

Los latidos del tambor.


Caminamos con ritmo, hablamos con fluidez, amamos con pasión, odiamos con furia, fumamos en compaces y entre gemidos y suspiros suaves hacemos el amor.

¿Cómo no llevar música dentro? si somos parte de ella.Bailamos la cumbia de la risa y vemos ondularse los pañuelos en la zamba del extrañar, conquistamos a una mujer entre los 2x4 de un buen tango de arrabal y nos enfurecemos muchas veces entre gritos y golpes de un buen metal...

Y si el día nos levanta con el píar del amanecer, buscamos ese llamado entre las puteadas y los bocinazos de la ciudad. Extrañamos esa naturaleza de la cual somos parte y que llama cada vez con una canción más baja, más tenue, más agonizante.

Sólo al sonar la clásica música del anochecer, con grillos, carros a lo lejos entre el empedrado y los faroles, cantamos despacito dentro nuestro nuetra propia música, esa que es de uno y de nadie más, esa que nos hace tal cual somos y que sólo se apaga cuando nosotros nos apagamos, cuando nuestro corazón deja de latir, cuando nuestra alma deja de cantar.





Silguero Ignacio.

Dichos de árboles de ciudad.


Si se han fijado en los arboles de ciudad, aun sin mucho detenimiento, se habrán dado cuenta de lo fácil que resulta oírlos. Habrán entendido perfectamente su idioma, ya que son doctas en el arte de la comunicación. Nos hablan sobre cosas simples, sobre el lugar, su tiempo y su historia. Es cosa de verlos vestidos para la ocasión, para la llegada de la primavera, radiantes o enamorados de la vida en verano, melancólicos y taciturnos en otoño, serios y reservados en invierno.

Pero también nos hablan de aquellos que ya no están (porque como nosotros, tienen memoria y recuerdan a sus caídos), los miles y miles de otros enormes, gigantescos que fueron vencidos, derribados y que hoy descansan entre rieles ferroviarios y forman parte de los muebles y los pisos de las descascaradas casonas que, también son derribadas para levantar en su lugar un shopping, un departamento, una burocrática oficina gubernamental o una empresa privada venida del exterior.

Por sus tamaños percibimos el tiempo en que fueron testigos silenciosos del paso del tiempo, el paso del hombre, el levantamiento de pueblos, de ciudades, de centros de congregación (y concentración) de miles de millones de personas distraídas, superfluas, apresuradas, irritadas, manipuladas, usadas, desgastadas, y arrojadas a la aglutinación de los trenes y bondis retrasados, mal mantenidos, estrellados...


Y esos árboles (de ciudad por supuesto) sobreviven en posiciones estratégicas; ya sea dando sombra en el fondo de una casa, brindando sus frutos, formando parte del pintoresco paisaje con sus hojas pequeñas o enormes, pinceladas por las acuarelas de las estaciones y barnizadas con la luz del sol atravesando una nube, finalizando una tormenta, respirando un amanecer, abrazando una luna perdida y eclipsada.

Aunque también los hay plantados por el mismo hombre que tala y desforesta. Así es como vemos a algunos jóvenes y pequeños árboles seleccionados adornando una plaza, cubriendo algunas calles, enredándose con el tendido eléctrico, levantando las baldosas con sus raíces.

Ellos también nos hablan incluso cuando no los vemos. Sus ausencias nos muestran la enfermedad que sufre nuestra raza en nuestro tiempo, en nuestra paranoia, a través del smock ardiente y asfixiante que tragamos, el cemento candente, abrasador, en las rutas, en las veredas, en las casas, en los techos, las paredes y los balcones; esa falta de viento y sombra fresca y sobre todo, la lamentable pérdida del murmullo nocturno de las hojas bailando en el aire gélido entre el sueño y el silencio por las noches.

Los árboles tienen aun mucho para contarnos, porque somos como ellos, somos parte de la efímera vida que desde el nacimiento lleva su sentencia de muerte, pero que, aun así, se regocija en la eternidad del tiempo y el espacio en donde poder ser y narrarlo mientras nuestras raíces van pereciendo bajo nuestros pies y se descascara nuestra corteza ostentando al sol, las nubes y las brillantes estrellas sobre nuestras copas.

Quienes aun no oyen la melodía de los árboles es porque pasan mucho tiempo sacudiendo la cabeza entre gritos, bocinazos, motores, televisores, ofertas y regaños. Se quedan tan petrificados como esos edificios grises y oscuros de frío mármol que son hoy en día el reemplazo de árboles vivos y policromáticos .

El silencio y la soledad a veces son necesarios para los necesarios reencuentros con nosotros mismos.





Silguero Ignacio

Linchemos, total.


Un pibe, nace sin ser parido, crece sin ser amado, conoce sin querer saber, vive sin pensar en la muerte. Cae en la cuenta de que los que cuentan los cuentos no son quienes las vivieron, entiende que los que entienden la razon, no entienden su modo de entender.


Entonces, siendo nada, siendo sin ser, busca algo, se larga a la busqueda, nadie le dijo "esto no esta bien" nadie le dijo " te quiero, no lo hagas" todos le dijeron "no me importa" y todos le esquivamos la mirada. Como a nadie nunca le importo, como nadie nunca lo vio, como siempre el fue nadie lo hizo, y cuando lo hizo todos lo miraron, cuando lo hizo el era el todo del que todos hablamos, y todos nos metimos, vos le pateaste la cara, el lo escupia mientras el otro lo puteaba.


El, que siempre fue nadie, ahora era el todo que todos se repartian de a pedazos porque ahora era un trofeo, una peolota de futbol, un politico corrupto, un noticiero que propaga miedo, una mama asustada, un arma disparada, un negro villero.


Vos, yo, el, ellos, todos lo linchamos, pero nadie lo hizo, nadie tuvo la culpa porque al final de cuentas, nos cuentan que nosotros tampoco somos nada, nada mas que la mierda que tanto tememos y asesinamos a aquel que no conocemos, a aquel que no queremos conocer porque preferimos vivir en una burbuja de terror y putrefaccion para mantener los buenos modales y la moral quebrando con delicadeza el craneo de un vecino, un amigo, un reflejo...


un resultado.

Dispárale en los ojos:

Cargás la carabina y dejás apuntar al odio.

Disparás cada palabra, cada sonido
contra la cara inexpresiva de tu interlocutor
El volúmen de tu voz deforma su rostro,
lo envejece, lo arruga, lo entristece.


Mientras arde tu espíritu y escupe su fuego,
ella te mira y te desconoce...
cree estar segura de que sos el mismo
con quien se acostó la noche anterior,
con quien supo entenderlo y hacerse entener,
con quien compartió y ofreció años de su vida.

Pero existe en ella una duda certera, voraz,
que la hace temblar de miedo y terror
cuando levantás tu mano ante ella.

Existe en ella un reflejo claro aún
de quien fuíste y ya no te reconocés,
te asusta ese espejo en sus ojos
que buscás romper,
te dá asco aquél que fuiste en un tiempo
y por eso pretendés arrancárcelo con golpes.
No soportás que el hombre que aun ella cuida
dentro suyo, como a un hijo,
ya no seas vos, ya no seas él.


Y los celos estallan en cada palabra
que penetran su carne y la hacen llorar,
una por una, disparo por disparo,
se siente morir bajo tus manos,
en tu indiferencia se deja desangrar.

Para cuando los estallidos pasen,
cuando te hayas embriagado de odio
y ya puedas irte a descansar,
será ahora el silencio quien la torture
recordándole las palabras que le decías
cuando aún la amabas,
cuando aún la respetabas,
cuando aún seguías siendo un hombre
que sabía sonreír, querer y amar.

Silguero Ignacio

Sin Plástica


Prácticamente plásticos,
apilados, apremiados,
pláticas plásticas
de pleitos aplicados.
Sin carne, sin sangre,
sin vid, sin hambre.

Los maniquíes aparecen,
uno tras otro, uno tras otro, uno tras...
¡detrás!
en nuestras pantallas,
en nuestros cerebros,
en nuestros hijos,
en nuestro deseo.

Compramos, consumimos, aportamos,
y ellos se abrillantan aun más,
ellos brillan cual estrellas
sobre un cielo nublado.
Debajo de él, la lluvia,
debajo la carne,
debajo la vida,
debajo la sangre.

Pero ellos brillan,
y son nuestro consuelo.
Alguna vez habrá un maniquí en nuestras camas
que no querrá cogernos,
y nuestra sangre hervirá
y los huesos dolerán
y las lágrimas correrán
para hacernos sentir vivos;
para sentir el aire,
el frío,
el sabor pulcro del buen vino.

Mientras ellos seguirán brillando,
duros, petrificados ante una cámara,
sonriendo,
pero brillando
y llorando.

Y esa será nuestra estrella guía,
la que nos marque el camino
en el cual iremos desapareciendo
dejando estatuas de sal
en médanos de mar
de tono claro azul marino.

S. Ignacio.
Nuevos aires soplan en Buenos Aires, llegan tiempos de cambios y toma de decisiones, atrasadas, pero pertinentes.

El que mucho abarca poco aprieta. Mejor darle mayor importancia a lo que realmente nos aporta (sea lo que sea) e ir olvidando aquello que nos desgasta y tira pabajo (sea como sea).
Es cierto que tenemos que darnos la cabeza contra la pared para darnos cuenta de muchas cosas, pero también podemos romper las paredes y atravesarlas, y de esas ruinas hacer otras construcciones que apunten al cielo, que apuñalen las nubes y reflejen las estrellas, esa estrella que nos guía, que nos observa, como diría un amigo, esa estrella perro, que puede ser sol y luna, pero siempre está presente.

El tiempo pasa más rápido de lo que pensamos y más lento de lo que quisiéramos; pero nosotros existimos en un presente que se hace eterno en nuestra efímera existencia, y tenemos la posibilidad de volvernos eternos en la eternidad de la historia. Tenemos la oportunidad de hacerlo todo y aun más, pero hay que animarse.

Me llevo de este año muchos poemas e imágenes grabadas en la materia gris, también algunas palabras mal articuladas que se asemejan más a un vals que a una conversación. También mucha nada que me llena y me da la libertad del espacio vacío donde crear, donde corromper. Me llevo mucho más de lo que dejo, pero lo comparto; y eso, eso es lo mejor de todo. La compañía sincera y real de las miserias que nos hacen ricos en solidaridad, en verdades y desilusiones, pero nos brinda ese sarcasmo paupérrimo que nos hace sonreír.