- BIENVENIDOS -†††

No temo a las palabras de los enemigos, si no, al silencio de quienes dicen ser amigos. No temo a las mentiras de los traidores, si no, a la traición de los débiles. No temo al ataque de los mismos de siempre, si no, al ataque caprichoso de los cobardes y confundidos. No temo al horror, no temo al terror porque lo conocemos bien desde que nacemos, le temo a la esperanza y a la confianza, las mismas que se vuelven contra nosotros y nos hostigan hasta que morimos. Uno se acostumbra a seguir construyendo castillos de cristal en el aire, sin prever la tempestad.

jueves, 7 de agosto de 2014

Dichos de árboles de ciudad.


Si se han fijado en los arboles de ciudad, aun sin mucho detenimiento, se habrán dado cuenta de lo fácil que resulta oírlos. Habrán entendido perfectamente su idioma, ya que son doctas en el arte de la comunicación. Nos hablan sobre cosas simples, sobre el lugar, su tiempo y su historia. Es cosa de verlos vestidos para la ocasión, para la llegada de la primavera, radiantes o enamorados de la vida en verano, melancólicos y taciturnos en otoño, serios y reservados en invierno.

Pero también nos hablan de aquellos que ya no están (porque como nosotros, tienen memoria y recuerdan a sus caídos), los miles y miles de otros enormes, gigantescos que fueron vencidos, derribados y que hoy descansan entre rieles ferroviarios y forman parte de los muebles y los pisos de las descascaradas casonas que, también son derribadas para levantar en su lugar un shopping, un departamento, una burocrática oficina gubernamental o una empresa privada venida del exterior.

Por sus tamaños percibimos el tiempo en que fueron testigos silenciosos del paso del tiempo, el paso del hombre, el levantamiento de pueblos, de ciudades, de centros de congregación (y concentración) de miles de millones de personas distraídas, superfluas, apresuradas, irritadas, manipuladas, usadas, desgastadas, y arrojadas a la aglutinación de los trenes y bondis retrasados, mal mantenidos, estrellados...


Y esos árboles (de ciudad por supuesto) sobreviven en posiciones estratégicas; ya sea dando sombra en el fondo de una casa, brindando sus frutos, formando parte del pintoresco paisaje con sus hojas pequeñas o enormes, pinceladas por las acuarelas de las estaciones y barnizadas con la luz del sol atravesando una nube, finalizando una tormenta, respirando un amanecer, abrazando una luna perdida y eclipsada.

Aunque también los hay plantados por el mismo hombre que tala y desforesta. Así es como vemos a algunos jóvenes y pequeños árboles seleccionados adornando una plaza, cubriendo algunas calles, enredándose con el tendido eléctrico, levantando las baldosas con sus raíces.

Ellos también nos hablan incluso cuando no los vemos. Sus ausencias nos muestran la enfermedad que sufre nuestra raza en nuestro tiempo, en nuestra paranoia, a través del smock ardiente y asfixiante que tragamos, el cemento candente, abrasador, en las rutas, en las veredas, en las casas, en los techos, las paredes y los balcones; esa falta de viento y sombra fresca y sobre todo, la lamentable pérdida del murmullo nocturno de las hojas bailando en el aire gélido entre el sueño y el silencio por las noches.

Los árboles tienen aun mucho para contarnos, porque somos como ellos, somos parte de la efímera vida que desde el nacimiento lleva su sentencia de muerte, pero que, aun así, se regocija en la eternidad del tiempo y el espacio en donde poder ser y narrarlo mientras nuestras raíces van pereciendo bajo nuestros pies y se descascara nuestra corteza ostentando al sol, las nubes y las brillantes estrellas sobre nuestras copas.

Quienes aun no oyen la melodía de los árboles es porque pasan mucho tiempo sacudiendo la cabeza entre gritos, bocinazos, motores, televisores, ofertas y regaños. Se quedan tan petrificados como esos edificios grises y oscuros de frío mármol que son hoy en día el reemplazo de árboles vivos y policromáticos .

El silencio y la soledad a veces son necesarios para los necesarios reencuentros con nosotros mismos.





Silguero Ignacio

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